En unas horas, mi vida entró por mi nariz;
pero no logró endurecer mi corazón.
En unos minutos mi alma se desvistió,
salió a pasear por tu jardín
y a los golpes encontró un viejo bastón
que dejaste bajo un árbol para mí.
Lo tomé y me dirigí a lo más profundo
de las montañas de tu tiempo.
Eran tan frías y oscuras como mis días,
pero un fuego me envolvía
y me dijiste que todo esto no era tan trágico.
Cité unas palabras que oí en algún camino:
el tiempo no cura nada,
el tiempo no es un doctor.
Y reíste, y lamiste mis heridas,
y te oí decir cuanto sabemos
acerca de sobrevivir.
Encendemos otro cigarrillo,
mientras un perro y el sol,
y una brisa de oscuridad
comenzaban a merodear
alrededor de nuestras tibias sombras.
Luego la despedida, el viaje de regreso,
recomenzar el día intentando percibir
si la fragilidad de mi cuerpo
era mayor a la de mi mente.
Por obvias razones
no logro recordarlo.
Sin embargo, hoy escucho
el eco de tus manos en mis ojos;
y esta hoja se mancha con mi sangre
y el veneno que expulsan mis manos.
Mi mente se aclara y mis ojos se abren,
acarician lentamente tu cuerpo
y consigo volcarme en un sueño
profundo y eterno.
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